Elogio del tiempo pretérito

Con el final del curso se producen una serie de cambios cuya repetición marca el ciclo académico de las universidades.

Terminan las clases, tienen lugar los exámenes finales y la actividad en las facultades y escuelas se ralentiza. El verano es una tregua que culmina durante algunas semanas de agosto con el cierre de los centros, que se preparan para el nuevo curso.

En ese trasiego de personas que se afanan en dejarlo todo terminado y cerrar el año académico de forma satisfactoria encontramos a los estudiantes, que viven con más o menos nervios las semanas clave para la consecución de los objetivos que se han marcado durante el curso. A los profesores, para quienes toca evaluar todo el trabajo y determinar quiénes de esos alumnos superan las pruebas que les dan derecho a avanzar en sus estudios. Y también al personal de administración y servicios, que empieza a preparar el curso siguiente al tiempo que cierran el que termina.

Pero hay un colectivo especial para quienes este momento supone un cambio drástico en sus carreras sin solución de continuidad. Me refiero a los profesores que alcanzan la edad de jubilación.

El retiro laboral es una necesidad del sistema y una norma de vida. Lo marca la legislación y asegura el relevo en el trabajo, dando acceso a profesionales más jóvenes al sistema. Como es natural, los resultados de su trabajo permanecen en forma de publicaciones, de aportaciones académicas, y de las muchas gestiones realizadas para asegurar la continuidad y la mejora de la docencia y la investigación.

Y, sin embargo, de todos los aspectos que conlleva la desvinculación laboral de esos profesores con la universidad me preocupa la pérdida de talento y de experiencia. El sistema favorece que esas personas que dejan de trabajar hayan podido transmitir sus conocimientos a quienes vienen detrás, pero en ese tránsito, no cabe duda, se pierden cosas valiosas.

Pienso en cómo ha cambiado el entorno en el que nos hemos movido en las últimas décadas. La Universidad de Salamanca en la que quienes se jubilan este curso comenzaron a dar clase estaba más cerca de la de Miguel de Unamuno que de la que les despide ahora. Y no solo en el plano estrictamente arquitectónico y funcional.

Nuestros jubilados han formado parte de esa transformación que ha contribuido al fortalecimiento y la expansión de la universidad, que ha crecido al ritmo que lo hacía el país. Toman la puerta de salida personas que han ejercido la docencia con pasión y dedicación, que han investigado y contribuido a la expansión de la ciencia y la tecnología. Muchos de ellos también han pasado por cargos de gestión, desde la dirección de departamentos al mismo rectorado de la Universidad.

Todo ha cambiado, casi todo a mejor, y pienso también en las dificultades que vivieron durante su carrera académica: la falta de recursos -que por momentos parece endémica-, los cambios de legislación, los rediseños del mapa académico, las condiciones de acceso y promoción en la carrera docente… Han conocido el renacimiento del sistema universitario y de investigación español de los últimos 30 años, y lo abandonan en un momento delicado, con recortes de recursos prolongados y un horizonte incierto a corto plazo.

Algunos, muy pocos, mantendrán una vinculación formal con nosotros como profesores eméritos durante un par de años. En otros casos la relación continúa a través de contactos más o menos esporádicos, en ocasiones vinculados a espacios concretos donde han desarrollado lo mejor de su vida profesional, como despachos, laboratorios y bibliotecas, que siguen frecuentando. En algún caso muy concreto, un homenaje rinde tributo a su labor.

Por eso, y aunque los que asumimos sus tareas estemos enfrascados en el trabajo cotidiano, merece la pena reflexionar sobre ese proceso de cambio para mejorarlo, apoyando las iniciativas que permiten a quienes así lo desean mantener una cierta vinculación con la universidad más allá de lo afectivo. Y tratando de desterrar, si es posible, ese término tan poco acertado de “clases pasivas” que se les adjudica con frialdad administrativa.

Eso y agradecer los servicios prestados. La dedicación, el esfuerzo, las mejoras, las posibilidades que nos han abierto a los que venimos detrás. Puede que no estemos en nuestro mejor momento. Toca, más que nunca, poner las luces largas para asegurar el desarrollo futuro de nuestra universidad en los términos y condiciones que todos queremos y que Salamanca se merece. Pero conscientes de que, en cualquier caso, si hemos llegado hasta aquí ha sido en gran medida gracias a su trabajo.

Y como las palabras se las lleva el viento, al menos las que no permanecen impresas en cualquier formato, quiero dejar por escrito mi respeto y mi admiración a todos ellos a través de las palabras de Balzac:

El tiempo es el único capital de aquellos que solo poseen la fortuna de su inteligencia.


Juan Manuel Corchado

Catedrático, Área de Ciencias de la Computación e Inteligencia Artificial, Departamento de Informática y Automática de la Universidad de Salamanca.


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